Entre ecos, resonancias y luces de tomografías, ha brillado por más de tres décadas una figura discreta pero esencial: la del licenciado Óscar Iván Molina Silbaña. Técnico en radiología, pero sobre todo un ser humano profundamente empático, Óscar ha sido mucho más que un profesional de la imagen: ha sido un puente de ternura y dignidad para cientos de pacientes.

Sus recuerdos no están llenos de tecnologías ni de protocolos, sino de manos estrechadas, voces agradecidas y miradas que encontraron consuelo. “Lo más bonito ha sido darles la mano y que me den un Dios le pague”, cuenta, con la humildad de quien sabe que su mayor logro fue estar cerca del dolor ajeno sin perder la compasión.

Hoy, al borde de su jubilación, no se despide con tristeza sino con gratitud. Deja tras de sí no solo una carrera ejemplar, sino un legado vivo en sus hijos —algunos de ellos ya en el camino de la salud pública— y en los compañeros a quienes formó con la misma calidez que brindó a cada paciente. “Este hospital es nuestra segunda casa”, afirma, convencido de que aquí se aprende lo que en ningún otro lugar: a ser mejor persona.

Óscar no sabe aún qué le deparará el futuro, pero tiene claro que caminará acompañado de la fe que siempre lo sostuvo. Lo cierto es que su historia permanecerá irradiando luz en los pasillos del hospital que lo vio crecer, servir y amar.

 002