En una habitación del Hospital de Especialidades Eugenio Espejo, donde convergen historias de lucha y fe, encontramos a Don Francisco, un hombre sereno, de mirada franca y voz pausada. Hace 15 días recibió un diagnóstico que le cambió la vida: leucemia mieloide aguda. Desde entonces, sus días han transcurrido entre tratamientos, quimioterapias y oraciones. Pero lejos de dejarse abatir, su espíritu se mantiene firme. “Vamos a salir de esta, con la ayuda de Dios y los profesionales”, dice, con la convicción de quien ha decidido no rendirse.

Lo trasladaron al área de Otorrino porque el servicio de Hematología estaba lleno, y allí recibió todo el cuidado que necesitaba. “Aquí todos saben lo que tienen que hacer”, comenta, agradecido con médicos, enfermeras, personal de limpieza y administrativos. A pesar de las limitaciones presupuestarias del sistema público, Don Francisco reconoce un esfuerzo auténtico por cuidar al paciente, brindarle dignidad, y hacerle sentir que no está solo. “Lo bueno nunca sale a flote, pero este hospital sí vale la pena”, expresa con voz clara y sincera.

Hoy, al finalizar su última quimioterapia, Don Francisco escribe un mensaje de gratitud en un pizarrón. Es un gesto simple, pero cargado de simbolismo. A través de sus palabras, nos recuerda que la salud pública no solo se sostiene con recursos, sino con vocación, entrega y esperanza. Y que a veces, incluso en medio de las enfermedades más duras, lo que más cura es sentirse acompañado.

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